Urpi la imitó. Cantaban como dos pájaros de la montaña, con una voz aguda infantil tan potente que todos las notaron. Incluso les pareció ver que el sacerdote principal dirigió su mirada hacia ellas. La frente en alto, muy serenas y firmes, tampoco lágrimas ni sonrisas, solamente un aspecto muy ceremonial.
Llama tras llama, el ciclo se repetía, ya no tomaron más chicha, les dieron alguna otra cosa más con la coca. Urpi se la sacó de la boca con disimulo, Chaka también. El sacerdote lavaba sus tumis, entregaba el corazón al fuego, que era avivado a todo momento por los siervos en taparrabos. El fuego era tan intenso que el corazón desaparecía sin dejar rastro en poco tiempo.
Hasta que se acabaron todas las llamas. El Inca cantó más fuerte y el sacerdote tomó una vicuña, un golpe seco y esta cayó al costado. De manera magistral, más rápido que cualquier ojo humano, cortó al animal, y sacó su corazón aún latiendo y lo puso con mucho cuidado en el fuego, para entregarlo a los apus.
Urpi y Chaska se miraron por un segundo. Detrás de las vicuñas estaban ellas, eran las primeras, pero no dejaron de cantar...
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