Nací en un pequeño pueblo de la sierra peruana, detrás de las blancas cordilleras, camino hacia la verde montaña, en un paraje solitario y abandonado, olvidado por la historia y los gobernantes, olvidados por los dioses y las guerras.
Mis antepasados fueron invadidos una y mil veces por las tribus vecinas. Primero fueron los Waris, luego los Chankas, después los Inkas, y finalmente los españoles. Nunca opusieron gran resistencia, pues nunca tuvieron una cantidad significativa de habitantes. Solamente eran un pequeño pueblo, con sus costumbres, sus mitos y sus creencias, sus sueños, sus miedos. Y tanto las necesidades, la escasez de alimentos, y los temporales, hacían que las enfermedades cobren las vidas de los más pequeños, haciendo que el hecho de que un niño llegue a la adultez, sea en extremo poco frecuente.
Mi pueblo se dedicaba a la agricultura, sembrando papa y oca. Además, en las alturas criaban a llamas y guanacos. Solamente eso, nada más. Nunca llegamos a ser más de cien familias en toda la zona, siendo mi pueblo el más poblado, con casi 30 casas, y mi padre fue el curaca del pueblo. O el jefe, como quieran llamarlo.
Cada cierto tiempo se organizaban incursiones hacia la montaña. Y muchas veces traían niñas de alguna tribu de la montaña. Y eran entregadas en matrimonio a los hijos de los curacas, para "no enviciar" la sangre. Las parejas de esposos, por lo general, se daban entre primos hermanos, haciendo que la descendencia sea muy débil para el trabajo. Ya lo habían aprendido de la crianza de los animales, mis antepasados, cuando no se traía "sangre nueva" a la camada, las crías enfermaban. Ya lo habían aprendido.
Pero también, en los últimos años, los españoles habían dejado mucha de su sangre entre nosotros. Se llevaban a las doncellas más atractivas, y las convertían en concubinas del amo. De ahí nacían nuevos niños, que llegaban al pueblo junto a su madre, que era expulsada de la casa del "amo" cuando él se cansaba de ellas. Ni siquiera de servidumbre las mantenían.
Pero también en los años cercanos a mi nacimiento, sucedieron cosas muy importantes en todos los lugares. Hubieron guerras, muchas guerras. Se llevaron a todos los varones al servicio. Primero era para pelear contra los rebeldes, luego para pelear contra el gobierno, luego para pelear entre ellos. No importaba contra quien, lo importante es que se peleaba en el bando del amo.
Y cambiamos de amo varias veces. Así que los soldados, los que fueron a pelear, se terminaron confundiendo, pues hasta en ocasiones se encontraban frente a frente con sus hermanos, con sus primos, con sus padres, peleando en bandos contrarios. Nadie entendía por qué se peleaba. Menos la razón de eso que decían "realistas" o "libertadores". Nadie sabía por qué debían de matar a otros, tan lejos de sus casas, tan lejos de su tierra, en lugares tan inóspitos, tan secos, tan áridos.
Solamente querían caer heridos e inutilizados para el combate, y sobrevivir a esto. Cuando eso sucedía, los "daban de baja", y podían regresar a su tierra. Guiados por los espíritus de sus ancestros, y los dioses eternos, olvidando el hambre, la fatiga y el dolor, los mutilados regresaban a nuestro pueblo, arriba, muy arriba en los cerros, pasando los nevados, cerca a la montaña.
Muchos llegaron solo para morir. Estaban demasiado débiles, demasiado enfermos. Aún recuerdo el día en que llegó mi padre. Parecía un espectro viviente. Traía el cabello largo tan grasoso que parecía un gorro deforme. Le faltaba un pie, pero se había atado un trozo de palo y así caminaba. También no tenía la mano derecha, y en la izquierda le faltaban tres dedos. Muy mala cosa era su estado. Sus ojos estaban hundidos en su cara, su mirada asustaba. Y los huesos estaban pegados al pellejo.
Regresó solo, arrastrando su maltratado cuerpo. Llevaba una chaqueta de un color a tierra (por lo sucia), y pantalones de lana. No llevaba zapatos. Y traía una alforja. En ella unos papeles extraños (que despúes me enteré eran "documentos importantes") y venía hablando de muertes, de guerras, de independencia, de mil cosas.
Duró apenas 2 semanas. Murió recostado al lado del fogón, sonriendo, repitiendo que no había nada como el olor de la candela y de las papas hirviendo. No le entendía en esos momentos. Tuvo que pasar mucho tiempo para entenderle. Demasiado tiempo.
Cuando esto sucedía yo apenas era un niño, pero ya entendía muchas cosas de lo que estaban sucediendo. Y, para mi mala o buena suerte, no hubo de pasar mucho tiempo, apenas daba mi talla para coger un pico, llegaron los gendarmes y nos llevaron, a mi y a otros más, para servir a nuestra patria. El amo lo solicitaba. O el hijo del amo, que quería ser oficial del ejército. Y debía de llevar carne nueva para poder jugar a la guerra. Por que de eso se trataba. Los amos se alegraban cuando sus hijos se vestían con uniformes bonitos. Con sus galones dorados, con sus plumas, y montaban sus enormes caballos. Y se hacían llamar capitanes, coroneles y generales. Y todos querían tener "hazañas" que contar, pra sus tertulias y para vanagloriarse frente a sus amigos.
Así que me llevaron, junto a otros más, nos arrearon como mulos, pero bien formados, hasta los desiertos del sur del país. Murieron muchos en el camino. De hambre, de pena, de nostalgia. Yo también iba triste. Pero no tanto. Pues sabía que la solución era no dejarse matar, solamente perder un pie y una mano y te dan de baja. Y entonces, podría volver a mi chacra, a morir entre mi familia, entre mis hermanos.
Entonces, cuando caminaba entre todos, caí en cuenta que no tendría hijos. Moriría como mi padre, pues ese era ahora mi objetivo, volver a casa y morir al lado del fogón, oliendo las papas cocinarse. Pero no tendría hijos. Y no tendría a quien narrar mis historias. Ojalá mis hermanas tengan algunos hijos, sobre todo a la que se llevaron con el amo, como concubina. Ojalá sobreviva a los maltratos y no se muera en el parto. Ojalá y tenga algunos sobrinitos.
Es así que llegamos a un lugar que decían era la frontera. Y que decían debíamos defender hasta morir si es necesario, pues los "invasores" quemarían nuestras casa, comerian vivos a nuestros niños, les sacarían sus corazones a nuestros padres y hermanas... Y tantas cosas escuchaba, que pensaba que nos enfrentabamos a los mismos demonios del infierno, y que moriríamos en ese momento, frente a seres tan poderosos. En lugar de alentarnos, nos daban miedo. Y los jefes, bien engalanados, bien comidos, bien peinados, nos gritaban y arreaban como bestias de carga. Y nos hablaban de cosa extrañas como "Patria", "Honor" "Heroísmo". No les entendíamos nada.
Hasta que llegaron los demonios. Y no eran tan terribles como nos los pintaron. Y los enfrentamos. Pero eso si. Ellos tenían buenas botas, y bonitos uniformes, incluso traían gorros, y fusiles con sus bayonetas. Yo tenía un fusil viejo que apenas disparaba. Pero conseguí un machete, y con eso me peleaba. No eran buenos peleadores estos demonios, pero eran muchos. Y aún así, les ganamos. Y corrieron, y se fueron por donde vinieron, dejando todos sus armamentos, y sus cañones, y sus heridos.
Pero no pudimos perseguirlos. Estábamos muy cansados. Y ellos tenían caballos, y nosotros no. Y nuestra gente estaba con la moral por los suelos, pues los jefes se fueron a celebrar, comieron y bebieron. Y a nosotros no nos dieron ni siquiera un pan mas. Solamente unas palmadas en el hombro a algunos. Y después lo mismo de siempre.
¿Para qué pelear?
A mi capitán lo hirieron, y se fue a su casa. A todos nosotros nos pusieron en las filas del coronel Cáceres. Un tipo muy interesante. Se paraba discutiendo con todos los oficiales. Nadie le hacia caso completamente, a pesar de ser coronel. Lo miraban con desprecio frente a la tropa. Y es que no era blanquito como los demás. Y no festejaba sus "victorias", y nos daba todo lo que podía. Y, lo más extraño de todo, se preocupada por nosotros, porque tengamos botas. Y también nos enseñó a pelear. El Taita Cáceres, así lo empezábamos a llamar. Y también había algo raro en él: hablaba quechua, y nos podía entender. ¿Qué cosas tan raras, no?
Junto a su batallón nos fuimos a defender la capital, pues la frontera estaba perdida. Estando allá, en la capital, el Taita Cáceres nuevamente se discutía con todos los jefes. Y todos lo despreciaban porque no era como ellos. Sobre todo el jefe de todos, un blanquiñoso que se creía saberlo todo. Lo mandaba a callar con mucha frecuencia, delante de nosotros, sus soldados (ahora éramos sus soldados). Pero él no se equivocó. El jefe si. Los chilenos llegaron por donde el Taita dijo que iban a llegar. Nosotros los esperamos en San Juan. Nos ganaron, y tuvimos que retirarnos. Las otras tropas estaban prácticamente en cada hacienda, cuidando la casa del hacendado.
Nunca quisieron pelear junto a nosotros. Y fuimos perdiendo de a poquitos. Y cuando el Taita quiso contra atacar, el jefe le ordenó que no lo haga, pues sinó lo haría fusilar. Y es que los invasores estaban todos borrachos, y fácilmente pudimos haberlos matado a todos. Pero el jefe no lo permitió. ¿Por qué será?
Nuevamente nos enfrentamos a los invasores en Miraflores, y el Taita fue herido. Nos escapamos con él, dejando dicho que estaba escondido en una celda de un convento, por si lo quisieran buscar. Incluso un doctor diría que el lo curó. Pero nos fuimos hacia las montañas, con todos sus "soldados".
Ya estando en la sierra, nos enteramos que los invasores saquearon la ciudad, mataron a los heridos, destruyeron las haciendas, quemaron los conventos, violaron a las mujeres, y muchas otras cosas mas.
Y luego vinieron a buscarnos. Pero no sabían lo que iban a encontrar.
Cuando llegaron a buscarnos, les dimos lo que tanto querían esos demonios. Les hicimos probar un poquito del infierno de verdad. Los acuchillamos a escondidas. Los tumbamos a pedradas. Los cazamos como si fueran venados. No sabían pelear. Se rendían. Pero no les dábamos cuartel. Nunca sibrevivió ninguno que vino a buscar al Taita.
Y mandaron a muchos más a perseguirnos. Y ya contaban por miles de miles que vinieron. Y, para hacerles creer que ganaban, se hacían las "batallas" formales, en ciertos lugares. Solamente después de esas "derrotas", cuando los enemigos nos perseguían de nuevo, es que se iniciaba la verdadera fiesta. Era un placer cazar a estos invasores. NO teníamos orden de capturar a ninguno. Si caín vivos, pues era para arrojarlos por un barranco, o fondearlos en un río, o dejarlos en la puna para que se congelen. Y decían que eran demonios. No eran demonios. Bien débiles y cobardes, lloraban como niños.
Pero los jefes y oficiales se rindieron en la capital. Y los invasores se fueron, dejaron de perseguirnos. Y dejaron a un jefe en la capital para que obligue al Taita a dejar de pelear. Pero no fue así.
Nos fuimos a la capital. A botar de la capital a ese traidor. Y también lo engañamos, como hacíamos con los invasores. Todas esas tropas y oficiales suelen ser muy creídos de su superioridad, y de su poder. Pero cayeron en la trampa, y atrapamos al invasor. Y el Taita hizo que se eligiera un nuevo jefe de la capital. Y salió elegido él.
Y ahí si me vine de vuelta para mi tierra. Porque con el Taita como jefe la cosa va a cambiar. Y si él nos necesita, nos dijo que nos iba a llamar. «Vete Maximiliano Quechua, vete para tu casa —me dijo—, busca una buena mujer, y ten hijos. Cuando te necesite, y haya nuevos demonios que destripar, te volveré a llamar. Y llevaremos a esos demonios a nuestra sierra, y les mostraremos lo que es el infierno de verdad»
Ya estoy viejo. El Taita ya murió. SE peleó nuevamente con los oficiales, con los burgueses. Pero no pudo llamarnos a todos. Y perdió. Se fué a la frontera, pero ya no era el mismo de antes.
Los nuevos jefes de la capital, pusieron a otros amos en nuestro pueblo. Y nuevamente volverán a llamar a los "voluntarios" (que cosas, no?, voluntarios contra su voluntad) para pelear sus guerras, para que ellos sean nombrados héroes, para que ellos cuenten su historia a su manera.
Yo ya estoy viejo, pero ya he visto partir a mis hijos, y también algunos nietos. Y no han vuelto todos.
Solamente espero morir, aspirando el dulce aroma de las papas recién cocidas en el fogón, en mi pedazo de tierra, detrás de los nevados, cerca a la montaña, y muy cerca al sol.
Mis antepasados fueron invadidos una y mil veces por las tribus vecinas. Primero fueron los Waris, luego los Chankas, después los Inkas, y finalmente los españoles. Nunca opusieron gran resistencia, pues nunca tuvieron una cantidad significativa de habitantes. Solamente eran un pequeño pueblo, con sus costumbres, sus mitos y sus creencias, sus sueños, sus miedos. Y tanto las necesidades, la escasez de alimentos, y los temporales, hacían que las enfermedades cobren las vidas de los más pequeños, haciendo que el hecho de que un niño llegue a la adultez, sea en extremo poco frecuente.
Mi pueblo se dedicaba a la agricultura, sembrando papa y oca. Además, en las alturas criaban a llamas y guanacos. Solamente eso, nada más. Nunca llegamos a ser más de cien familias en toda la zona, siendo mi pueblo el más poblado, con casi 30 casas, y mi padre fue el curaca del pueblo. O el jefe, como quieran llamarlo.
Cada cierto tiempo se organizaban incursiones hacia la montaña. Y muchas veces traían niñas de alguna tribu de la montaña. Y eran entregadas en matrimonio a los hijos de los curacas, para "no enviciar" la sangre. Las parejas de esposos, por lo general, se daban entre primos hermanos, haciendo que la descendencia sea muy débil para el trabajo. Ya lo habían aprendido de la crianza de los animales, mis antepasados, cuando no se traía "sangre nueva" a la camada, las crías enfermaban. Ya lo habían aprendido.
Pero también, en los últimos años, los españoles habían dejado mucha de su sangre entre nosotros. Se llevaban a las doncellas más atractivas, y las convertían en concubinas del amo. De ahí nacían nuevos niños, que llegaban al pueblo junto a su madre, que era expulsada de la casa del "amo" cuando él se cansaba de ellas. Ni siquiera de servidumbre las mantenían.
Pero también en los años cercanos a mi nacimiento, sucedieron cosas muy importantes en todos los lugares. Hubieron guerras, muchas guerras. Se llevaron a todos los varones al servicio. Primero era para pelear contra los rebeldes, luego para pelear contra el gobierno, luego para pelear entre ellos. No importaba contra quien, lo importante es que se peleaba en el bando del amo.
Y cambiamos de amo varias veces. Así que los soldados, los que fueron a pelear, se terminaron confundiendo, pues hasta en ocasiones se encontraban frente a frente con sus hermanos, con sus primos, con sus padres, peleando en bandos contrarios. Nadie entendía por qué se peleaba. Menos la razón de eso que decían "realistas" o "libertadores". Nadie sabía por qué debían de matar a otros, tan lejos de sus casas, tan lejos de su tierra, en lugares tan inóspitos, tan secos, tan áridos.
Solamente querían caer heridos e inutilizados para el combate, y sobrevivir a esto. Cuando eso sucedía, los "daban de baja", y podían regresar a su tierra. Guiados por los espíritus de sus ancestros, y los dioses eternos, olvidando el hambre, la fatiga y el dolor, los mutilados regresaban a nuestro pueblo, arriba, muy arriba en los cerros, pasando los nevados, cerca a la montaña.
Muchos llegaron solo para morir. Estaban demasiado débiles, demasiado enfermos. Aún recuerdo el día en que llegó mi padre. Parecía un espectro viviente. Traía el cabello largo tan grasoso que parecía un gorro deforme. Le faltaba un pie, pero se había atado un trozo de palo y así caminaba. También no tenía la mano derecha, y en la izquierda le faltaban tres dedos. Muy mala cosa era su estado. Sus ojos estaban hundidos en su cara, su mirada asustaba. Y los huesos estaban pegados al pellejo.
Regresó solo, arrastrando su maltratado cuerpo. Llevaba una chaqueta de un color a tierra (por lo sucia), y pantalones de lana. No llevaba zapatos. Y traía una alforja. En ella unos papeles extraños (que despúes me enteré eran "documentos importantes") y venía hablando de muertes, de guerras, de independencia, de mil cosas.
Duró apenas 2 semanas. Murió recostado al lado del fogón, sonriendo, repitiendo que no había nada como el olor de la candela y de las papas hirviendo. No le entendía en esos momentos. Tuvo que pasar mucho tiempo para entenderle. Demasiado tiempo.
Cuando esto sucedía yo apenas era un niño, pero ya entendía muchas cosas de lo que estaban sucediendo. Y, para mi mala o buena suerte, no hubo de pasar mucho tiempo, apenas daba mi talla para coger un pico, llegaron los gendarmes y nos llevaron, a mi y a otros más, para servir a nuestra patria. El amo lo solicitaba. O el hijo del amo, que quería ser oficial del ejército. Y debía de llevar carne nueva para poder jugar a la guerra. Por que de eso se trataba. Los amos se alegraban cuando sus hijos se vestían con uniformes bonitos. Con sus galones dorados, con sus plumas, y montaban sus enormes caballos. Y se hacían llamar capitanes, coroneles y generales. Y todos querían tener "hazañas" que contar, pra sus tertulias y para vanagloriarse frente a sus amigos.
Así que me llevaron, junto a otros más, nos arrearon como mulos, pero bien formados, hasta los desiertos del sur del país. Murieron muchos en el camino. De hambre, de pena, de nostalgia. Yo también iba triste. Pero no tanto. Pues sabía que la solución era no dejarse matar, solamente perder un pie y una mano y te dan de baja. Y entonces, podría volver a mi chacra, a morir entre mi familia, entre mis hermanos.
Entonces, cuando caminaba entre todos, caí en cuenta que no tendría hijos. Moriría como mi padre, pues ese era ahora mi objetivo, volver a casa y morir al lado del fogón, oliendo las papas cocinarse. Pero no tendría hijos. Y no tendría a quien narrar mis historias. Ojalá mis hermanas tengan algunos hijos, sobre todo a la que se llevaron con el amo, como concubina. Ojalá sobreviva a los maltratos y no se muera en el parto. Ojalá y tenga algunos sobrinitos.
Es así que llegamos a un lugar que decían era la frontera. Y que decían debíamos defender hasta morir si es necesario, pues los "invasores" quemarían nuestras casa, comerian vivos a nuestros niños, les sacarían sus corazones a nuestros padres y hermanas... Y tantas cosas escuchaba, que pensaba que nos enfrentabamos a los mismos demonios del infierno, y que moriríamos en ese momento, frente a seres tan poderosos. En lugar de alentarnos, nos daban miedo. Y los jefes, bien engalanados, bien comidos, bien peinados, nos gritaban y arreaban como bestias de carga. Y nos hablaban de cosa extrañas como "Patria", "Honor" "Heroísmo". No les entendíamos nada.
Hasta que llegaron los demonios. Y no eran tan terribles como nos los pintaron. Y los enfrentamos. Pero eso si. Ellos tenían buenas botas, y bonitos uniformes, incluso traían gorros, y fusiles con sus bayonetas. Yo tenía un fusil viejo que apenas disparaba. Pero conseguí un machete, y con eso me peleaba. No eran buenos peleadores estos demonios, pero eran muchos. Y aún así, les ganamos. Y corrieron, y se fueron por donde vinieron, dejando todos sus armamentos, y sus cañones, y sus heridos.
Pero no pudimos perseguirlos. Estábamos muy cansados. Y ellos tenían caballos, y nosotros no. Y nuestra gente estaba con la moral por los suelos, pues los jefes se fueron a celebrar, comieron y bebieron. Y a nosotros no nos dieron ni siquiera un pan mas. Solamente unas palmadas en el hombro a algunos. Y después lo mismo de siempre.
¿Para qué pelear?
A mi capitán lo hirieron, y se fue a su casa. A todos nosotros nos pusieron en las filas del coronel Cáceres. Un tipo muy interesante. Se paraba discutiendo con todos los oficiales. Nadie le hacia caso completamente, a pesar de ser coronel. Lo miraban con desprecio frente a la tropa. Y es que no era blanquito como los demás. Y no festejaba sus "victorias", y nos daba todo lo que podía. Y, lo más extraño de todo, se preocupada por nosotros, porque tengamos botas. Y también nos enseñó a pelear. El Taita Cáceres, así lo empezábamos a llamar. Y también había algo raro en él: hablaba quechua, y nos podía entender. ¿Qué cosas tan raras, no?
Junto a su batallón nos fuimos a defender la capital, pues la frontera estaba perdida. Estando allá, en la capital, el Taita Cáceres nuevamente se discutía con todos los jefes. Y todos lo despreciaban porque no era como ellos. Sobre todo el jefe de todos, un blanquiñoso que se creía saberlo todo. Lo mandaba a callar con mucha frecuencia, delante de nosotros, sus soldados (ahora éramos sus soldados). Pero él no se equivocó. El jefe si. Los chilenos llegaron por donde el Taita dijo que iban a llegar. Nosotros los esperamos en San Juan. Nos ganaron, y tuvimos que retirarnos. Las otras tropas estaban prácticamente en cada hacienda, cuidando la casa del hacendado.
Nunca quisieron pelear junto a nosotros. Y fuimos perdiendo de a poquitos. Y cuando el Taita quiso contra atacar, el jefe le ordenó que no lo haga, pues sinó lo haría fusilar. Y es que los invasores estaban todos borrachos, y fácilmente pudimos haberlos matado a todos. Pero el jefe no lo permitió. ¿Por qué será?
Nuevamente nos enfrentamos a los invasores en Miraflores, y el Taita fue herido. Nos escapamos con él, dejando dicho que estaba escondido en una celda de un convento, por si lo quisieran buscar. Incluso un doctor diría que el lo curó. Pero nos fuimos hacia las montañas, con todos sus "soldados".
Ya estando en la sierra, nos enteramos que los invasores saquearon la ciudad, mataron a los heridos, destruyeron las haciendas, quemaron los conventos, violaron a las mujeres, y muchas otras cosas mas.
Y luego vinieron a buscarnos. Pero no sabían lo que iban a encontrar.
Cuando llegaron a buscarnos, les dimos lo que tanto querían esos demonios. Les hicimos probar un poquito del infierno de verdad. Los acuchillamos a escondidas. Los tumbamos a pedradas. Los cazamos como si fueran venados. No sabían pelear. Se rendían. Pero no les dábamos cuartel. Nunca sibrevivió ninguno que vino a buscar al Taita.
Y mandaron a muchos más a perseguirnos. Y ya contaban por miles de miles que vinieron. Y, para hacerles creer que ganaban, se hacían las "batallas" formales, en ciertos lugares. Solamente después de esas "derrotas", cuando los enemigos nos perseguían de nuevo, es que se iniciaba la verdadera fiesta. Era un placer cazar a estos invasores. NO teníamos orden de capturar a ninguno. Si caín vivos, pues era para arrojarlos por un barranco, o fondearlos en un río, o dejarlos en la puna para que se congelen. Y decían que eran demonios. No eran demonios. Bien débiles y cobardes, lloraban como niños.
Pero los jefes y oficiales se rindieron en la capital. Y los invasores se fueron, dejaron de perseguirnos. Y dejaron a un jefe en la capital para que obligue al Taita a dejar de pelear. Pero no fue así.
Nos fuimos a la capital. A botar de la capital a ese traidor. Y también lo engañamos, como hacíamos con los invasores. Todas esas tropas y oficiales suelen ser muy creídos de su superioridad, y de su poder. Pero cayeron en la trampa, y atrapamos al invasor. Y el Taita hizo que se eligiera un nuevo jefe de la capital. Y salió elegido él.
Y ahí si me vine de vuelta para mi tierra. Porque con el Taita como jefe la cosa va a cambiar. Y si él nos necesita, nos dijo que nos iba a llamar. «Vete Maximiliano Quechua, vete para tu casa —me dijo—, busca una buena mujer, y ten hijos. Cuando te necesite, y haya nuevos demonios que destripar, te volveré a llamar. Y llevaremos a esos demonios a nuestra sierra, y les mostraremos lo que es el infierno de verdad»
Ya estoy viejo. El Taita ya murió. SE peleó nuevamente con los oficiales, con los burgueses. Pero no pudo llamarnos a todos. Y perdió. Se fué a la frontera, pero ya no era el mismo de antes.
Los nuevos jefes de la capital, pusieron a otros amos en nuestro pueblo. Y nuevamente volverán a llamar a los "voluntarios" (que cosas, no?, voluntarios contra su voluntad) para pelear sus guerras, para que ellos sean nombrados héroes, para que ellos cuenten su historia a su manera.
Yo ya estoy viejo, pero ya he visto partir a mis hijos, y también algunos nietos. Y no han vuelto todos.
Solamente espero morir, aspirando el dulce aroma de las papas recién cocidas en el fogón, en mi pedazo de tierra, detrás de los nevados, cerca a la montaña, y muy cerca al sol.
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